Voy pensando en mi lista del mercado, en los colores y sabores que pronto estallarán ante mis pupilas. Justo antes de llegar a la franquicia de la Despensa, donde antes daban sombra unos bonitos árboles, mi corazón comienza a correr estrepitosamente. No es la imagen de Ronald Mc acechado en el futuro. Tampoco es por el graffiti pintado en la pared que dice: Comida de afuera = dinero para afuera. La sangre en mis venas se acelera de miedo.
Siento un llamado salvaje, una advertencia ancestral que mis genes reconocen. Una de estas cosas no es como la otra. Sé de donde viene mi desasosiego. Bajo la carpa del nuevo circo que nos visita, un león se agita en su jaula de 1 x 1 metro. Lo exhiben para regocijo de los que vamos camino al mercado, para morbosidad del público expectante.
Me aruña la imagen del rey de la selva torturado en este pueblito perdido de Guate. Ya sé; hay niños y niñas que también sufren maltrato. En la misma Santander se les ve levantar su manita sucia y limosnera.
Pero, hoy a mí, me aflige el león. Que civilización ni que ocho cuartos. Que sentido de libertad mas pura mierda.
Sigo mi camino al domingo de fiesta comercial, al intercambio de fichas y sonrisas por verduras y frutas. Pregunto, cotizo, regateo y lleno bolsas. Que no se aplasten los tomates, ni las fresas. Me entretengo en la cuidadosa manera de vestirse de caqchiqueles, tzutujiles y quichés: caleidoscopio de fajas, morrales, güipiles, cortes, sutes de colores vivos, pájaros y bordados.
Con mis últimos quetzales compro flores.
Este fin de semana hay fiesta en Pana. ¡Ojala y no se escape el león!