Publicar columnas de opinión es como lanzar botellas al mar. Una cada semana, viaja sin falta hacia lo desconocido. Algunas llegan a puerto seguro, son recibidas y contestadas al instante. Otras se pierden en los océanos de la información y desaparecen del cosmos sin emitir suspiro alguno. Unas son sentimiento puro y otras pura contaminación; basura, ruido para los oídos. No tengo poder sobre ellas. Yo sólo las hago, a veces con amor, otras con furia, pasión, odio, desdén o hueva infinita. En unas, me mueve la energía, la felicidad, el deseo de cambiar el mundo, de comunicar mis sueños, mis ideas, mis alegrías, en otras, vomito frustración, enojo, desgano. Pero cada semana sin falta, me llevan al mar de mi inconsciencia.
Sentada en esta playa, quiero huir del océano que me exige una botella más, sin consideración a mi cansancio. El tiempo no razona, no espera, no aguanta, no se fija que hoy mis ojos están perdidos en el infinito caos de las olas. Estoy atrapada en el sitio mismo donde empezó esta broma absurda de la vida. Y siento el vaivén salado del mar (qué linda palabra) meciendo mis ideas, acomodándolas en este espacio.
Y todo es una gran mentira, no hay mar, ni olas, ni brisa enredando mi pelo, ni sal pegada a mi cuerpo.
Estoy sentada en un escritorio, mis ojos perdidos en el blanco infinito de esta hoja que me exige seriedad. Y yo desvariando. ¡Con tantos temas pendientes en el tintero!
Que esperen por hoy los candidatos a Magistrados, las Comisiones de Postulación, los señores Congresistas probos e ímprobos, los niños que revientan de hambre, la corrupción imperante, el maldito de Portillo con sus millones hueveados, el caso Rosemberg, el transmetro y los vendedores de la sexta.
Hoy renuncio a mi papel de columnista, retomo el diario de una mitómana.
No tengo tiempo de opinar. ¡Qué las gaviotas retomaron su vuelo!