Volver a ser niña arrugada y experimentar con los pies las piscinas de Likín. Manos de viejita, tembladera bajo la toalla y el deseo eterno de más papas fritas mojadas. No hacer caso de las ruinas diluidas en arena negra y murmullos de mar que aconsejan guardar los buenos recuerdos entre conchitas.
Voy en mil regresos, mi estómago un huracán sublevado, pidiéndole a Diosito no vomitar para no arruinar el viaje familiar siempre al borde del caos. Contar los kilómetros para restarle los minutos al tiempo y que aparezca el quetzal de piedra que desde la orilla de la carretera -entre verdes violentos- permanece inmenso en mi memoria.
Escoger el frío de La Montaña para entrar por garita de club campestre. Columpios, en un bosque amigable, churrasqueras y caminitos para perderse. Mis recuerdos enmohecieron pero olores y sensaciones vuelven intactos de aquellos días.
Ser libro leído en hamaca bajo anteojos de sol, lectura de verano para engrasar con bronceador. Coca cola con hielo, coco frío, hielera cervecera. Chancletear bajo las palmeras buscando sapos para volverlos príncipes de un solo beso. Descubrir que la sensualidad también cae en chorros de sudor.
Evocar la Libertad en una playa del otro lado de la frontera.
Sentirse iguana desnuda en las piedras de San Marcos La Laguna, zambullida helada entre turquesas y azules.
Acampar una semana en Chikabal para saber que el amor es para siempre, aunque la neblina a veces borre los contornos de mi laguna sagrada. Confiar en que las noches más frías no apagan el fuego cuando queda el aliento que sopla cenizas y derrite poco a poco las escarchas del corazón.
Bajar corriendo un volcán y llegar exhausta con olor a corozo en la ropa, a tiempo para sentir la procesión por dentro.