Cuando la fuerza no me alcanza ni para levantar un libro y sumergirme en él, está el cine. No recuerdo cuál fue la primera película que vi. Es triste que mi memoria no la haya retenido. Pero sí recuerdo la primera vez que mis ojos se pusieron atrás de una cámara y sentí el poder inmenso de fijar realidades. Los cineastas son los grandes mentirosos por excelencia. Hacer cine es reinventar el mundo. Y cuando la política me asquea, las relaciones humanas me agobian y la adultez me golpea con su carga de monotonía y problemas, siempre puedo encontrar a la mano, una película que me lleve a otro mundo.
Que en un país como Guatemala se haga cine es un milagro, es una fiesta, es un camino hacia la verdadera esperanza hacia la apuesta al trabajo en conjunto, a nuevas realidades. Hacer cine es creer en la magia, en la alquimia y es tener el poder de concretar sueños. Estoy segura que si hay algo rescatable en este año 2010 en la historia de los guatemaltecos, es el esfuerzo de cientos, si no miles de artistas, técnicos, profesionales y entusiastas que han contribuido en producir más de una docena de largometrajes de ficción y cientos de cortos y documentales.
En Guatemala se hace cine, así como en Quetzaltenango, en Sololá, en Cobán y en Centroamérica. El Festival ÍCARO, producto del esfuerzo extraordinario de Casa Comal es la plataforma más esperada del año para poder conocer estos trabajos. Pero es el público, el cinéfilo, el que se sienta frente a la pantalla y cree, el verdadero Dios y Diablo de esta historia. En él se encuentra el poder de creer, de cambiar, de ser tierra fértil para nuevas realidades. Si no abarrota las salas de cine, si no compra las películas (en su versión pirata o legal), si no comenta, critica, recomienda, nada de esto tiene sentido.
¡Vamos pues al cine!