Una librería quemándose es tan triste como un elefante en agonía. Dicen que el papel lo aguanta todo quizá por eso llena tanto un buen libro. Pero también es frágil al fuego, que a ceniza o asesina sus páginas; y al agua que diluye las ideas de la tinta y ondea sus hojas hasta volverlas inaccesibles. Réquiem para El Pensativo. Por la palabra, las ideas, las imágenes, los conceptos que no serán devoradas por cerebros sedientos de saber.
Un festival de poesía es una invitación a creer en el espíritu transformador del arte; una metáfora en honor a la poeta Isabel de los Ángeles Ruano y los del perdido otoño, los del viento, los que llevamos nuestra vida más atada a los cielos que a la tierra y que vamos cantando, desde siempre cantando. Quetzaltenango y su satélite de plata, ceniza y poema que celebra a quijotes y locos.
Pienso en mi madre, pegada a un libro que nunca es el mismo, leyendo para vivir, viviendo para leer. Pienso en mi padre, pegado a un libro, que lo acerque a la pureza de las ideas, a la esencia de la sabiduría. Agradezco mi herencia que cabe entre mis ojos, que se multiplica en cada paso de la hoja, en cada frase leída, digerida, analizada, amada. Mi herencia son las letras del abecedario que con su infinidad de combinaciones incluye todo lo visible y lo invisible.
Mis neuronas que asesino día a día, y alimento día a día, bailan con las palabras, se divierten, se enriquecen. Hacen una orgía de sonidos e ideas, moldean mi existencia con su fina existencia, con su poder reparador. Tomo un libro entre mis manos, lo celebro, lo cerebro. Me invento una palabra que dure toda la vida, sale de mi boca torpe y vuela, da vueltas como semilla al viento, como parapente en perpetua caída.
Quiero una estación de poesía en cada esquina, sin policías.
(Columna publicada en elPeriódico el miércoles 28 de abril del 2010)