martes, 4 de diciembre de 2012

¡Diablos!

Las monjitas me enseñaron quién era el diablo y no precisamente con dulces parábolas. El diablo para ellas, era todo aquel que no creyera en la palabra divina, que no siguiera los diez mandamientos y que osara pensar o creer que en el placer puede haber algo bueno. Pero fueron los coscorrones en la cabeza que me daba el sacerdote, con el que a puro huevo tenía que confesarme, los que hicieron que sintiera el demonio por primera vez en mi corazón. El demonio como ese sentimiento siniestro que crecía en mi interior, al sentirme humillada por el golpe y la risa de superioridad de este ser que juraba tener un pacto con Dios. Luego dejé los colegios de monjas por un tiempo y fui normal, laica, feliz. Hasta que regresé de nuevo a las monjitas y otra vez vi al diablo en los ojos de la represión. Las mujeres no podíamos reírnos francamente, ni sentarnos con las piernas abiertas, ni andar pensando en hombres, mucho menos en sus partes pudendas. El diablo, nos decían, está en los ojos del hombre, en las manos de los hombres, en el cuerpo de los hombres. El diablo es íntimo amigo del placer. Lo decían con tanta pasión, que a mí en vez de alejarme de la tentación, me daba una enorme curiosidad. Pasaron los años, crecí, dejé las religiones a un lado, y adopté mi propio Dios y mi propia moral. Para mí, hoy el diablo va por dentro. Mis demonios son mis odios, mis frustraciones, mis rabias, mis malos sentimientos. Procuro no buscar al diablo en los otros, sino saberlo discreto palpitando en mi interior. Pero de vez en cuando lo saco a pasear, en su día o no, nos vamos por ahí buscando el fuego eterno. (Foto: La huella del diablo en la catedral de Münich, Alemania).