viernes, 25 de septiembre de 2015

La columnista

Era muy pequeña cuando comencé a leerla. Sus artículos aparecían en la mesa y generaban murmullos en la casa difíciles de descifrar para una niña. Me gustaba verme reflejada en las historias que narraba. Encontraba anécdotas que se me hacían muy cercanas pero que le sucedían a Gracia María, una niña colocha, molestona y pecosa como yo. Un día descubrí que la columnista era mi propia madre que firmaba con el seudónimo de Rosalía de Álvarez. Ese anonimato le permitía una libertad al escribir, que en los años ochenta no era común tener. Escribía sin pena de sus enredos domésticos o profesionales, de sus dudas feministas, de la familia, del amor y del sexo. Mi madre dejó de publicar a principios de los noventa. En CIRMA y en la Hemeroteca Nacional logré rescatar muchos de sus artículos con el sueño de publicarlos en un libro. Releyéndola descubrí que tenemos las mismas preocupaciones y un sentido del humor muy parecido. La primera persona en leer mi columna y en revisarla siempre ha sido mi madre. Lleva décadas tratando de enseñarme a usar bien la coma y las tildes. Me recorta y guarda todos los artículos de María del Rosario Molina. Pero hace algún tiempo que mi mamá ya no disfruta siendo mi correctora. Dice que tiene problemas con las palabras, que no las entiende y que juegan al escondite o a transvestirse significados. Con decirles que hasta me regaló su “María Moliner”: “llevátelo” me dijo, “ya no sé qué es”. Siento que mi mamá aún podría enseñarme a escribir buenos finales. Yo solo recuerdo aquel de: Colorín colorado, este cuento se ha acabado.

La Penúltima

Hace catorce años con el rediseño de elPeriódico nos asignaron la penúltima página a seis columnistas, la llamaban la página “irreverente”. En este pequeño espacio he comentado de todo, me he contradicho y me he equivocado. Son doscientas cincuenta palabras para intentar desarrollar un tema, dar una idea. Aquí afilé mi capacidad de síntesis a niveles insospechados y descubrí que opinar públicamente durante tanto tiempo mata neuronas. Nunca tuve la disciplina de planear mis temas o escribir dos o tres columnas de colchón. O si alguna vez las escribí, no las usé. Anticipar no es lo mío. Me encanta la presión del tiempo sobrevolando sobre mí y sentir acercarse la hora de cierre como una avalancha de responsabilidad. Generalmente paso toda la semana pensando en un tema para la columna, llenando papelitos con ideas y reflexiones. Cuando siento es de nuevo martes y mi cuartilla está en blanco. He escrito en porno cabinas, en celulares ajenos, en computadoras sin p, en aeropuertos con teclados en otros idiomas. He logrado Internet donde alguna vez fue imposible como Cuba o Todos Santos Cuchumatán. Todos los miércoles sin excepción fui publicada. La única vez en todos estos años que se me olvidó mandar columna, había feriado ese día por Navidad. Tres veces utilicé ghostwriter: dos de ellos ya no pueden desmentirme; Juan Carlos Llorca y Juan Miguel Arrivillaga; la otra fue mi amiga Regina José Galindo. En las tres ocasiones, recibí comentarios del tipo; típica columna tuya o solo vos pudiste haber escrito eso. Ya ven que no.

ElPeriódico

Comencé en el periodismo cultural los últimos años del siglo pasado. Estuve tres meses trabajando en el Siglo 21 y no me gustaba porque mi jefa tenía cultura Televisa y creía que arte era la sonrisa de Ricky Martín. Un día me llamó Luis Aceituno para ofrecerme ser parte de elPeriódico. No lo pensé ni un segundo. Acepté feliz de dejar las apolilladas, cuadradas y religiosas páginas de aquel diario para incorporarme a una redacción joven con periodistas que apenas habían terminado la Universidad o que todavía estudiaban. Hacíamos periodismo como quien descubre el mundo. Mi trabajo era perfecto: ir a exposiciones, presentaciones de libros, danza o teatro. Viajaba a El Salvador a cubrir conciertos de Cerati, Fabulosos Cadillacs, Sargento García, Fito Páez y otros. Me pagaban por hacer lo que otros pagaban por hacer. Trabajar con Aceituno y Maurice Echeverría en ese cubículo desordenado y lleno de humo fue toda una experiencia intelectual. Eran tiempos muy intensos. Era feliz escuchando a Luis hablar del Santo o recomendarnos películas y libros. Cuando me embaracé, tomé la decisión de vivir en Quetzaltenango con el padre de mis hijos y lo que más me costó fue dejar elPeriódico. Estuve a punto de elegir mi trabajo y dejar la familia para más adelante pero no lo hice. En esos mismos días empecé a escribir la Lucha Libre. Recuerdo que en lugar de foto de columnista, yo tenía un logo que hizo Luis Villacinda con un enmascarado en posición de lucha. Aquí en estas páginas nací como columnista, agradezco que me hayan soportado tanta inmadurez.