miércoles, 27 de febrero de 2013

Rex

La imagen de un niño de diez años con una pistola en la mano dispuesto a asesinar sin piedad me traslada a Ciudad de Dios, filme brasileño que retrata la vida en las favelas. Pero esto no es un guión de una película, pasa aquí nomás en los linderos de nuestra zona de confort. Tengo un hijo de esa misma edad, que es pura dulzura, corazón y bondad, un niño que piensa que es más fácil y barato acabar con los ladrones dándoles trabajo que metiéndolos a la cárcel. Siempre he pensado que los niños nacen sabios y que somos los adultos quienes nos vamos “cagando” poco a poco en su lógica y sabiduría. La sociedad, la familia y la escuela también hacen lo suyo. Me pregunto si el niño sicario tendría posibilidad de haber jugado con mi hijo o si de encontrarse habría de ser uno como víctima, el otro como verdugo. ¿Debería enseñarle a mi chiquito a defenderse de los otros con armas o golpes? ¡No! Prefiero tener un hijo al que le roban su refacción en el colegio, a criar un ser humano que con tal de defender su propiedad privada será capaz de prenderle fuego a alguien. No sé qué quieren los otros guatemaltecos con quienes comparto territorio. No sé si están felices linchando motoladrones en la plaza. Yo no quiero un hijo asesino, como tampoco quiero un hijo asesinado. Volviendo al niño sicario, me pregunto si ha comido alguna vez panqueques con miel. Y si también le pide a su mamá que lo arrope por las noches. ¿Habrá escuchado alguna vez un cuento antes de dormir? ¿Habrá botado ya todas sus muelas? ¿Creerá en el Ratón Pérez? ¿Será el Tiranosaurio Rex su dinosaurio favorito? ¿Tendrá miedo en las noches? (La Lucha Libre publicada en elPeriódico el miércoles 27 de febrero del 2013).

martes, 19 de febrero de 2013

¿Yo, racista?

La Prensa del domingo cuenta que hay “brotes” de racismo en el deporte nacional. A los futbolistas de apellidos indígenas y a los garífunas los insultan o los comparan con monos. Según el reportaje es algo común en los partidos. Los agredidos coinciden en que esto hiere sus sentimientos y ofende su dignidad. Los árbitros no hacen nada aunque constituye un delito punible. A algunos con solo modificar su nombre, les cambia la suerte como al famoso Pin Plata, que podría llamarle a su autobiografía “Siendo Plata me fue mejor, la vida de Juan Carlos Puac, antes de la fama”. O el increíble caso del destacado atleta Doroteo Guamuch Flores que cuenta que cuando ganó la maratón de Boston en 1952, tuvo que cambiarse el nombre “para comodidad de los cronistas que no podían pronunciarlo”, y así pasó a llamarse Mateo Flores, nombre que hoy lleva el Estadio Nacional. ¡Qué vergüenza ese racismo de Estado! En Guatemala no hay brotes de racismo, hay un racismo completamente enraizado en la cultura, los chistes, el deporte, la sociedad, en el día a día del guatemalteco, en las aspiraciones de blanquear la piel, de aclarar el pelo, de hablar en inglés dentro de Guate, de estirarse de la nariz, de buscar en el árbol genealógico al abuelo español, en la vergüenza del apellido indígena, en la pena de la mancha mongólica, en el abuso de poder ante el otro, en el genocidio negado, en el “se te sale el indio”, en el “cuando era chiquita era canchita, en el “hay que mejorar la raza ”. Aquí, no solo hay racismo, sino clasismo, esnobismo y negación. Todos somos racistas (menos yo, por supuesto). Columna publicada el miércoles 20 de febrero en elPeriódico de Guatemala.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Alto

Ciudad de Guatemala. Semáforo en rojo. Un pequeño ejército de trabajadores informales toma la calle por cuarenta segundos. Dos niños k’iches con un bote de agua enjabonada y un limpia vidrios cada uno, llenan el cristal de jabón y restriegan el polvo acumulado, no me da tiempo de asentir o negar con la mirada. El conductor del carro de al lado pide una tarjeta telefónica y el copiloto negocia el precio de bananos empacados en celofán. Mi hijo Joaquín pregunta por qué no compramos una raqueta para electrocutar bichos. Me ofrecen los diarios. Nicolás me pide que les dé dinero a las niñas malabaristas de enfrente, que lograron tirar y recoger con una sola mano tres naranjas al aire, en una acrobacia simple pero hermosa. ¿Será que allí cerca está el viejo(a) cabrón que les quita cada centavo que ganan? Entre el breve espacio de los carros, se escucha la llegada de una moto. Dos tipos con escopetas y medio uniformados de seguridad privada se cuelan entre los carros hasta llegar al frente de la fila. Los siguen dos motos de comida rápida. En varios carros los vidrios se suben automáticamente. Una energía tensa aletea en el ambiente. Una señora quemadísima por el sol me ofrece 3 chicles a quetzal. Un joven en proceso de rehabilitación con carnet al cuello, nos invita a comprar chocolates. Aparece un viejito sin piernas, la silla de ruedas la empuja una niña con miedo. Van con un palito con un trapo al final, pidiendo dinero, como en las misas. El moderno semáforo frente a mí cuenta en reversa 3, 2, 1. Verde. ¡Nos vamos! (Lucha Libre publicada en elPeriódico el miércoles 13 de febrero del 2013).

jueves, 7 de febrero de 2013

Cáncer

La sola mención de la enfermedad da escalofríos. Nadie quiere ser diagnosticado con cáncer, nadie quiere tener familiares con cáncer. Pero casi toda la gente que conozco, tiene un ser amado con esa enfermedad o que murió debido a ella. El cáncer trabaja durante meses, días y años en silencio, hasta que un día se hace evidente, un día que generalmente es demasiado tarde para tratarlo. Cada año 10 mil guatemaltecos se suman a la lista de enfermos con cáncer. ¿Cuántos de ellos podrán ser tratados adecuadamente por el sistema de salud nacional? ¿Cuántos morirán por no tener acceso a la salud gratuita? Solo quien tiene un familiar con esta enfermedad, sabe lo terrible que es en el seno de una familia una noticia de esta naturaleza. Nadie es inmune al cáncer. Ricos, pobres, viciosos o sanos. Se puede dejar de fumar, de beber, de comer chatarra, pero eso no es vacuna contra la enfermedad. La enfermedad simplemente llega para cambiarlo todo. En mi familia, el cáncer llegó de un día para otro a instalarse en nuestras conversaciones, comidas y pensamientos. Está latente en mi sangre y en la de mi familia. Se encuentra en el centro de mi vida. No hay manera de mantenerlo alejado. Pero aun así, el cáncer me ha puesto los pies en la tierra, me ha abofeteado y me ha dado la oportunidad de saber que la vida es un milagro y que hay que luchar por ella. Cada día de vida de una persona con cáncer es ganancia, es felicidad, es para agradecer. No hay cura para el cáncer, pero el amor sí que puede ayudar a una persona con esta enfermedad a hacer de su vida algo más placentero. Una persona que se sienta amada luchará con más fuerza por la vida. Es lo único que puedo decir al respecto.