miércoles, 26 de octubre de 2011

Pana quiere paz

Entre las consecuencias que nos dejó la guerra en Guatemala, una grave es nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo en los temas más elementales. Lo que ahora se vive en Panajachel es una muestra de un problema muy grande que se repite a lo largo y ancho del país. Es un lugar bellísimo pero abandonado por el gobierno central, sin leyes, sin consensos, sin autoridades confiables. Un pueblo cansado de la violencia cotidiana e institucional, un pueblo aburrido, sin trabajo, sin centros de estudio, sin lugares de recreación, sin puntos de encuentro. Una comunidad que ha ido perdiendo su autoestima por el desorden y la anarquía que ha reinado. Nadie niega que la inseguridad es un problema que hay que resolver. Sin embargo, ya deberíamos saber que la violencia engendra violencia, que el odio sólo trae más odio. Ningún ser humano con un poco de amor al prójimo puede estar de acuerdo con la limpieza social, porque eso es aceptar que no hemos evolucionado desde las cavernas, que nuestra capacidad de utilizar el cerebro y el entendimiento no funciona, que sólo aprendemos con golpes y violencia. Estoy segura que muchas de las personas que integran las Juntas de Seguridad en Panajachel, realmente están preocupadas por su familia, algunos tienen hijos drogadictos o parranderos y no saben cómo lidiar con eso. Quizá piensan que acabando con otros parecidos a sus propios hijos, les dan a los propios una lección. Pero como dice el dicho: de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Y a menudo, los justicieros se convierten en lo que más desprecian: en maleantes y asesinos. ¿Por qué no utilizar toda esa fuerza y trabajo comunitario para fortalecer las instituciones del Estado que tienen la harta obligación de hacer su trabajo y que además cuentan con el presupuesto para hacerlo? Aprovechemos la tecnología para fortalecer la seguridad. Por ejemplo, poniendo cámaras de video en las calles. Eso nos daría pruebas concretas contra las personas que cometen delitos y evitaría exponer sin razón a ciudadanos que no han recibido la capacitación adecuada para lidiar con delincuentes. Todos queremos paz y seguridad para nuestras familias, en esos estamos de acuerdo, empecemos con el ejemplo.

martes, 18 de octubre de 2011

De cuervos, ojos y demonios

Es increíble cómo en dos años puede cambiar tanto un lugar. En Panajachel caminábamos de madrugada por las calles sin más miedo que imaginar a una mara de perros callejeros ladrándote. Pero todo cambió el domingo 6 de diciembre del 2009 cuando en un ataque de estupidez humana, una turba, linchó a un hombre e intentó quemar vivas a tres mujeres frente a la mirada atónita de cientos de turistas. No hubo justicia, no hubo investigación, nadie habló de eso, se escondió el tema. Haber dejado ese crimen impune abrió las puertas para que el sentimiento de ingobernabilidad y anarquía creciera al punto de que hace un año nació una disque Comisión de Seguridad que patrulla de noche las calles, con las caras tapadas, con bates y palos. Se cumplió el dicho aquel de cría cuervos y te sacarán los ojos. Hasta el día de hoy existen más de 30 denuncias contra “los encapuchados” por distintos delitos como abuso de autoridad, tortura y secuestro. Eso no queda ahí, ahora también hablamos de asesinato, limpieza social y ejecución extrajudicial. Desde hace dos semanas, la cara de Luis Gilberto Tian Sente de 23 años, nos pide ayuda desde los postes donde un cartel nos cuenta de su desaparición. Pishica, como lo conocían, era padre de un niño de 4 años y de un bebé por nacer. Hay numerosos testigos que vieron cuando unos veinte encapuchados lo vapuleaban y arrastraban por las calles. Su ropa y zapatos llenos de sangre se encontraron en la orilla del río. Su cuerpo no aparece. Yo acuso a Juan Manuel Ralón, Victor Anleu, Teresa Cohello y a la Comisión de Seguridad de Panajachel por representar y defender a los encapuchados en más de una ocasión, también a Gerardo Higueros, alcalde de Panajachel, Elena Ujpan Yojcom, Gobernadora de Sololá y Carlos Menocal, Ministro de Gobernación porque su indiferencia y omisión los hace cómplices de asesinato y tortura. Si la próxima en descansar en el fondo del lago más lindo del mundo con piedras amarradas al cuerpo soy yo, ya sabrán a quién culpar.

miércoles, 12 de octubre de 2011

¿Día de?

Sin duda en la historia de nuestros “días de”, el 12 de octubre se lleva la medalla del más confuso. Ya no sabemos qué celebrar y qué no. En mi imaginario, lo más parecido que tuve de ser parte de un país y de una identidad colectiva eran los conciertos en que el arqueólogo Ernesto Arredondo, Neco para los rockeros, saltaba por el escenario blandiendo un incensario que nos trasportaba en un instante a Chichicastenango o a Todos Santos. Entre una canción y otra, percibíamos una Guatemala en guerra, un pasado aún por desenterrar, huesos que clamaban tumba y justicia, y una paz que prometía aparecer en cualquier momento sorpresiva y mágicamente. Esa guerra o genocidio que para muchos nunca tuvo sentido, en mí dejó la curiosidad y la gana de acercarme al mundo indígena que en la capital se reducía a platicar con “la muchacha”. Y no fue sino hasta que me fui a vivir a Xela y luego a Sololá cuando realmente abrí mi burbuja y comencé un diálogo con otros guatemaltecos que asumían su identidad indígena sin complejo ni resentimiento, sino al contrario, con mucho orgullo y amplitud. Esas relaciones “interculturales” me enseñaron que más que diferencias, lo que teníamos eran muchas cosas en común. No puedo decir que soy indígena, aunque coma tortilla los tres tiempos, use morral y machaque la pimienta con piedra de moler, pero en mi identidad “escogida” confío más en las manos de una comadrona mam que en el bisturí de un galeno ladino, me entregaría primero a un Consejo de Ancianos antes de que a un Juez de Paz. Me siento más identificada con los nahuales del Tzolkin que con los signos zodiacales. Disfruto muchísimo más una ceremonia maya que una misa o un culto; prefiero mil veces la gastronomía indígena que cualquier gringada; tendría antes un temascal que un jacuzzi; y si voy a gastar en ropa cara, es porque voy a comprar un güipil y nunca una blusa de marca. ¿Alguien se atreve a decirme que no tengo derecho?

miércoles, 5 de octubre de 2011

Me roban

Los robos que vivo a diario son muchos. Me roban centavos por todos lados. No solo a mí, quizá a usted también le sucede. Ejemplo: A las 2 p.m. compro Q.25 en triple saldo x 3 = Q.75 de tiempo de aire (literalmente aire). Dos horas después intento llamar y no tengo saldo. Reviso mis llamadas realizadas y fueron tres que duraron 2 minutos y medio cada una. ¿Me las cobraron al triple? Claro no solo me roba, además me acosa a todas horas con mensajitos promocionales estúpidos. Y Tigo actúa en forma similar, también me roba. Intentando ver qué plan de Internet me funciona mejor (o en cual me roban menos) he probado pagar por adelantado, diario, semanal o mensual. Pero Tigo caprichosamente o al azar quizá, deja de funcionar por horas o hasta días enteros. Cuando finalmente, el autómata de servicio al cliente logra solucionar el “problema” yo ya pasé muchas horas sin Internet. Y aunque insista, llame y vuelva a llamar exigiendo que me repongan el tiempo sin Tigo, mi petición se pierde en un laberinto sin salida entre los millones de reclamos similares que reciben a diario. La mayoría de los usuarios nos rendimos porque por unos cuantos centavos no vale la pena perder horas enteras en esos procesos.

También me roban en la gasolinera (Texaco), cuando siguiendo las recomendaciones de una nota de prensa: “cómo evitar que te roben en la gasolinera” en lugar de pedir 100 quetzales de super como habitualmente hago, pedí 3 galones. El total era Q.99.69 pero por supuesto Texaco no maneja centavos así que redondean la suma y pierde el cliente. En esa misma línea, la empresa que más me ha robado sistemáticamente, es la Despensa Familiar (de Panajachel en mi caso) cuando decidieron “eliminar los centavos” de sus cajas registradoras. En cada compra me quedan debiendo 5, 7 o 13 centavos. Y el día que me faltaron 33 centavos para pagar mi compra, por más que le recordé al cajero las decenas de veces que me ha quedado debiendo centavos, no me hizo ajuste, sino que tuve que quitar un producto.
Y así podría seguir y seguir y seguir y seguir contándoles cómo me roban.