jueves, 4 de octubre de 2012
Niñerías
Recuerdo la sensación de extrañeza cuando por primera vez abracé a mi hijo recién nacido. Parecía de otro planeta con sus ojos inmensos y desproporcionados, llenos de curiosidad. Verlo crecer inocente y puro, y saber que yo, su madre, tendría que educarlo, domesticar su risa salvaje, bajarle los humos, disciplinarlo, me causaba y causa un gran desasosiego. ¿Cómo mantener intacta su alma infantil sin volverlo un inútil? ¿Cómo educarlo sin cercenarle la creatividad y la libertad? ¿Dónde está el balance entre hacerlo feliz y que sea funcional en una sociedad? Son preguntas que aún me quitan el sueño y de las que no tengo una respuesta definitiva. Entre consentirlo y reprimirlo suelo inclinarme a lo primero porque traer a un niño al mundo para hacerlo sufrir no me parece lógico. A veces pienso que son los niños quienes educan a los adultos y no al revés como les hacemos creer desde nuestro egocéntrico pensamiento. Los niños son una fuente inagotable de amor, de sabiduría, de verdad, de cuestionamientos inteligentísimos capaces de desarmar cualquier discurso. He escuchado niñas y niños hacer uso de una moral y una lógica propia más atinada que los mandamientos de las religiones más populares. Los adultos no solemos ser tan humildes como para pensar que cada niño con el que nos topamos es un maestro que puede contagiarnos de su inocente visión del mundo y que no por ser inocente es obsoleta o tonta. Tontos los que desprecian y maltratan a la niñez, de ellos no será el reino de los cielos. ¡Niños y niñas del mundo, a tomar el poder y botar gobiernos! Seguro que les sale mejor que nosotros.
(Lucha libre publicada en elperiódico el miércoles 3 de octubre del 2012).
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