martes, 6 de agosto de 2013

El buen malcriado

Contesté el teléfono y la voz cortada de mi amiga y colega Claudia Navas me dio la triste noticia de que el Bolo Flores había muerto. Pensé en su hija Alejandra, en su nieto Marco Antonio y en él, en su sonrisa. No pensé en sus libros, ni en su poesía, pensé en lo que su sola existencia marcó mi vida y la de tantos más. Como muchos, lo recuerdo de sus talleres de poesía y cuento en la Biblioteca Nacional cuando recién regresaba del exilio. Mi cariño y agradecimiento por él nació cuando balanceó con sus palabras, la arrastrada que me dieron mis compañeros del taller cuando leí mi primer texto en público. Lo recuerdo animándome a seguir escribiendo. Y le agradezco que fue en su Revista Ermita donde vi impreso mi primer relato. Cuando en el año 2006 finalmente le concedieron el Premio Nacional de Literatura, me alegró tanto verlo emberrinchado en no pararse a recibir el premio, en cruzar los brazos y no dar discurso de agradecimiento, y tengo esa imagen grabada: el homenajeado sentado en su silla con el nieto en las piernas, y del cuello del niño, pendiendo la medalla literaria como juguete nuevo. Malcriado como en sus libros, irreverente, crítico y lleno de ternura, lo recuerdo también sentado en el suelo con su nieto, viendo el show de Panchorizo en el zoológico, riendo. Me veo con la Navas y él, almorzando, platicando, llegando a su casa; anonadas en su templo de libros y sabiduría. La última vez que lo entrevisté fue en la FILGUA del 2011, lo noté cansado y aburrido. Se fue el hombre pero vive el escritor. ¡A leerlo pues!

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