martes, 18 de noviembre de 2014

Selfiambre

Entre más pequeña era más odiaba el fiambre. Y eso que no me tocaba picar las verduras ni lavar los platos sucios. El fiambre me fue gustando en proporción directa con mi madurez. De pequeña quería de la vida solo lo rico, lo sabroso, lo bueno. Hoy en día soy capaz de comerme un plato entero sin escarbar ni hacer de menos a las coles de Bruselas ni al curtido. Acepto con más facilidad que no todo en la vida es delicioso o sorprendente. Todavía soy de las que no hacen fiambre, soy “fiambvirgen”. Para soltarme a tremenda aventura culinaria todavía faltan algunos años. Mientras pueda ir a comer donde algún amable familiar voy a seguir evitando la fatiga. Lo que más me gusta del fiambre es que es un plato para compartir, pues por muy poquito que se quiera hacer, siempre sale un montón, se multiplica. Me impresiona que los sabores de unas cosas no se mezclen ni opaquen los sabores de las verduras más débiles. Pareciera que hay un lugar especial para cada uno sin que estorben. Su preparación es todo un ritual de paciencia y buen gusto. Como la alfombras de semana santa, son cosas que requieren gran producción y son tan efímeras como el dinero. Poco dura el fiambre sobre la mesa. Es triste que no todos pueden darse el lujo de un plato de finas carnes frías. El fiambre es una metáfora más cercana a la vida que a la muerte. Cada verdura e ingrediente representa una sorpresa o alegría que nos da la existencia, una pequeña explosión de sabor irresistible. A los muertos talvez les da envidia no poder tomarse una “selfiambre” para presumir que por muy cargada que esté la vida, siempre trae sorpresas para disfrutar.

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