Pertenecía al bando de los que supuestamente tomaron leche de cocha, los que se quedaron en un mal viaje quizá excedidos del elixir de la Florifundia, ahogados entre octavo y octavo, o tal vez asfixiados por sus propias circunstancias. Nacer aquí, vivir aquí, morir aquí. Almas sensibles a lo imperceptible. El reino de los locos y sus tics. Cruzar la línea y escapar. Era una de esas tantas visiones irreales que abundan en la ciudad. Una despojada del miedo al ridículo. Una loca. Uno de esos personajes que existen en cualquier pueblo y barrio.
Esta loca que ahora ha venido a habitar mis recuerdos, tenía un carácter gatuno, aunque también perruno. Aparecía, desaparecía, arisca y amigable a la vez. De repente, se descosía y comenzaba su perorata. Sus ojos eran canicas volando hacia todos lados, transpiraba miedo, desconfianza, paranoia. Su cuerpo se encorvaba, se achiquitaba, casi desaparecía y luego ya no paraba de hablar y hablar. De su boca salían zopilotes, culebras, mariposas negras y hormigas.
Era la reina de las teorías de la conspiración. Aseguraba que la estaban vigilando, que la seguían, que había un ojo que miraba en todos lados. Decía que los gringos habían escogido a su padre para unos experimentos, que le habían inyectado ¨pequeños seres malignos¨ en la sangre, que lo habían enfermado y que estudiaban su deterioro físico. Decía que su papá tenía pruebas de eso, que doctores y gente importante estaban metidos. La loquita juraba que el Gobierno de Estados Unidos dirigía los experimentos y que prefería no seguir hablando porque la podían matar.
¨Pobre chiflada, mejor invítenla a un trago¨, decíamos todos.
(La Lucha Libre publicado el miércoles 6 de octubre del 2010 en elPeriódico)
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