Día de los Muertos y Día de los Santos Inocentes. Noviembre es un mes agradecido que empieza con un feriado. Asueto de calaveras y goma de brujas. De cualquier manera son tiempos para conmemorar a los que se nos adelantaron en este viaje sin retorno.
Mis pupilas gustativas se regocijan cuando pienso en la voz eterna de la abuela recordándonos la medida justa del anís que llevan las butifarras. Casi puedes escucharla criticando el fiambre de la vecina que siempre tiene el curtido demasiado picado. Y como herencia va la madre que aprende y luego sigue la hija (o el hijo), conociendo el oficio del mejor fiambre del mundo, que por supuesto es el que hace mi mamá y no la tuya.
Mi piel reacciona al viento, ese frío elegante que nos trae noviembre, capaz de hacernos remontar el vuelo como cometas de colores, vulnerables a las corrientes de aire. Duele el cuello de tanto ver el cielo azul, imponente y hermoso, profundo y eterno. Hasta que el hilo ya no da más y se rompe la conexión, y se nos pierde en el infinito azul. O tristemente se enreda en los cables de electricidad.
Y están el dolor, las lágrimas y los llantos, y el momento aquel de correr entre las tumbas con el olor a flor podrida persiguiendo nuestros sueños. Quizá es tiempo de huir a un lugar donde las tradiciones no carcoman tanto los sentidos.
Mi memoria de Todos Santos Cuchumatanes, es principalmente olfativa. Entra por la nariz el olor a incienso y copal, el alboroto del polvo y el lodo que deja la carrera de caballos, a la que sanamente renuncié en vida para dejarla como icono inmortal de mis mejores recuerdos. Aún escucho los llantos, y los aullidos de dolor, ahogando con alcohol la tristeza de aquellos que se fueron ya.
El soundtrack de mi muerte es una marimba que se funde con otra, y otra, y otra…
(Lucha libre publicada en elPeriódico el miércoles 27 de octubre del 2010)
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