miércoles, 2 de octubre de 2013

Niña pinta (fui)

Imagino mi infancia envuelta en una dulce y triste neblina. A pesar de haber sido una niña privilegiada, a la que no le faltó nada material ni espiritual, recuerdo mi niñez como tiempos difíciles emocionalmente. Nacemos desnudos literal y metafóricamente, desnudos de prejuicios, miedos, complejos y conceptos, y en los primeros años el mundo nos va vistiendo. Nos vamos cargando de información, de pensamientos lógicos y prácticos. No se puede volar, no existe la magia, hay que comportarse. ¡Uf! Qué difícil ser niño y llenar las enormes expectativas de los padres. ¿Cómo cargar con esta vida de despertar temprano, peinarse, ir al colegio, hacer deberes, lavarse los dientes, hacer la cama, dormirse temprano? Ese era mi mundo de niña clase mediera. ¿Y si hubiera nacido niña en Chajul…? ¿Habría jugado con muñecas o aprendería a cambiar pañales con mis hermanitos? ¿Habría tenido algún libro para romper y rayar? ¿Me habría preocupado por cosas tan estúpidas como la moda o estar gorda? No lo sé. Sé que nada me cambia tanto el ánimo como una dosis de compañía infantil. Los niños son el mejor bálsamo para el alma: exhalan amor y esperanza, ingenuidad y alegría. Es tan triste ver un niño que piensa como adulto, un niño amargado o preocupado. O ver a una niña mamá, una niña trabajadora, una niña ocupada con su delantal de verdad y no de juego. La infancia es un territorio sagrado, el lugar al que vuelvo cuando tengo miedo. Dentro de mí hay una niña escondida que se niega a crecer, que sigue creyendo en los milagros, en la magia y en el amor. No la quiero matar.

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