martes, 10 de febrero de 2015

De Roma al revés

Uno de los sentimientos más indescriptibles e increíbles que existe es el amor. Aunque pertenece al mundo de lo abstracto, es real y concreto. Es una fuerza invisible que mueve al mundo y que provee de más calor que la planta eléctrica más potente. Es pura energía limpia. Puede ser que la capacidad de enamorarse sea una característica intrínsecamente humana ya que nos gusta complicarnos la existencia. Pero, a pesar de la importancia del amor en nuestra vida diaria, no es un tema que se trate con seriedad, no se aprende en las escuelas a amar y son pocos los filósofos, científicos o académicos que investigan o escriben al respecto. Las librerías están llenas de revistas del corazón y de textos de autoayuda pero desde la perspectiva cursi. Hablan del amor como si fuera una extensión del poder: poder tener, retener, poseer, amarrar, cazar. Así, un tema transversal en la vida de cualquier humano queda aplastado bajo millones de corazones rosa, chocolates rosa, corazones de chocolate, y toda esa parafernalia desagradable y consumista. El amor se vuelve una exaltación a la vida en pareja, heterosexual y monógama. Nos enseñan que éste es el único amor respetable y válido. Y que la forma buena de amor va presidida de anillos, vestidos blancos, contratos de exclusividad y títulos de posesión. El amor debería ser una política pública, una ley, una moral, una guía para no perdernos, una luz contra la oscuridad. El símbolo del amor es el corazón, ese órgano que queda de nuestro lado izquierdo, ahí donde también queda la solidaridad y la búsqueda del bien común.

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