Recuerdo las navidades de mi niñez, ese paraíso más allá de los sueños, ese lugar agradable con olor a pinabete, pólvora y ponche. Recuerdo los regalos debajo el árbol y una niña pequeña, colochita y pecosa abriéndoles hoyitos en las esquinas para intentar ver si venía
Años más tarde dejé de interesarme por los juguetes, y
Luego llegó mi adultez que cambió mi vida con los golpes que el destino utiliza para hacer que pongamos los pies en el suelo y descubramos que no todo es color de rosa. Mi relación con
Luego llegaron los años del amor de pareja, antes de los hijos, cuando escapábamos al mar en los días de locura navideña. En la playa de Monterrico con el calor de la brisa, los cocos y la arena, nos saltábamos esa fecha y eran otros días que no tenían nada que ver con las locuras consumistas que sucedían en la capital. Recuerdo las cenas de pescado bajo la arena y las noches estrelladas que le ganaban en colores y emoción a los pocos juegos pirotécnicos que brillaban en esas noches de playa y besos.
Y eran tantos besos, que cuando sentimos una Navidad, ya no éramos dos, sino tres y luego cuatro. Así que de nuevo en las vueltas del mundo me ví pensando
Y ahora son ellos, los pequeños de la casa, los que marcan las hojas del calendario y buscan en la prensa y en los anuncios de la televisión un objeto para desear y soñar con tener. Peleo con ese lado del consumismo navideño, pero me conmueve que el Joaquín haga galletas con sus primas y el Nicolás le robe los dulces a las casitas de chocolate de su tía.
Así que por esos chiquitos, esconderé este año mi traje de grinch, mi espíritu contradictorio y les daré regalos, abrazos y tamales. Falta mucho para que me gusten los villancicos.
Pero ahí voy… sobreviviendo otra Navidad.
(Lucha Diaria del 25 de diciembre de 2007, publicada en el Quetzalteco).
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